

Para Alfred Ely Beach, la mejor manera para mover gente de un lugar a otro bajo tierra era ponerlos en cápsulas y dispararlos a través de tubos propulsados por el aire a presión generado por bombas enormes. Era el año 1870 y en Nueva York muchos veían claramente que la única solución a los problemas de movilidad de la ciudad era un metro. Las diferentes propuestas se empezaban a presentar en público. Sin embargo, Beach insistía que la suya era la mejor. “Un tubo, un vagón y un ventilador”, Beach repetía. “Poco más se necesita. Se puede prescindir de la pesada locomotora, y el ligero fluido aéreo que respiramos sustituye al motor”.
Desafortunadamente, las autoridades públicas de Nueva York no fueron capaces de entender, o prefirieron no hacerlo, la lógica de Beach. El gobierno municipal estaba dominado por aquel entonces por el “Boss” William M. Tweed, que tenía otras ideas en mente, más alineadas con su propio bolsillo. Así que Beach decidió, de todas maneras, construir una parte de su metro a escondidas, y confiar en que la opinión pública le ayudaría a conseguir los permisos. Casi lo consiguió, tan impresionante fue su esfuerzo, que podría reclamar el honor de haber construido la primera línea de metro de Estados Unidos.
Alfred Beach no era un tonto, ni tampoco un excéntrico. Su padre, Moses Yale Beach, fue un inventor que en 1838 compró el New York Sun (el periódico que en 3 años antes había encontrado vida en la Luna). Alfred, nacido en 1826, trabajó en ese periódico de joven y más tarde, en 1846, se asoció con un amigo para comprar el Scientific American. Era un hombre de apariencia refinada, diligente y del que se dice que nunca se tomó unas vacaciones en toda su vida. Más tarde, también junto a su socio, montaron una agencia para representar a los inventores delante de la oficina de patentes americana, Edison o Graham Bell fueron algunos de sus clientes más famosos.

Medhurst era un adelantado a su tiempo. Todavía no se había desarrollado una bomba lo suficientemente potente para su tren. Y además, como afirmó un periodista de su tiempo, la gente tenía una “antipatía natural a la idea de ser colocada dentro de un tubo, obscuro y sombrío, y ser soplada a su destino”.

En la década de 1860, Londres había probado, también, una nueva invención que facilitaba el reparto rápido de pequeños paquetes y correo, el correo neumático. Se trataba de un pequeño túnel, de poco más de 500m, y unos 90cm de alto, a través del cual se bombeaban unos “carros” con forma de pistón de uno al otro lado en tan sólo 65 segundos. Un segundo túnel, de 145cm de alto y 3km de largo, se inauguraría en 1866, el duque de Buckingham, uno de los promotores, lo probó “en persona”, metiéndose en una de las cápsulas y dejándose soplar a su destino en apenas 5 minutos.
Beach se enteró del experimento a través de sus contactos y se convenció que era la solución. Lo único que se necesitaba era hacerlo toda más grande, y los problemas de transporte de Nueva York desaparecerían. En 1867 demostró su concepto en una feria en Nueva York. Un tubo de madera de 1.80 metros de diámetro y 30 de longitud, suspendido del techo, contenía un vagón con capacidad para 10 asientos que era disparado y recorría la distancia entre la calle 14 y 15, en sólo unos instantes. El “motor” era un ventilador que giraba a 200 revoluciones por minuto. La prueba fue todo un éxito, varios miles de personas lo probaron. Fruto del entusiasmo, algunos periodistas escribieron que “no existía problema que impidiera mover el vagón a 100 millas por hora”.
A finales de 1867 la revista Scientific American anunciaba que era más que probable que en breve se empezara a construir un ferrocarril neumático de una longitud considerable para el transporte regular cerca de Nueva York. La constructora, según la revista, sería la Pneumatic Dispatch Company de Nueva Jersey, de la cual Beach había sido nombrado presidente hacía poco.

También era importante la oposición de los influyentes propietarios de Broadway, liderados por Alexander Turney, uno de los comerciantes más ricos de Estados Unidos, y John Jacob Astor III. Los propietarios estaban en contra de la circulación de cualquier tipo ferrocarril por su calle. No les importaba si eran circulaban elevados o a nivel de calle. En ambos casos, temían que acabaran afectando al tráfico y con ello a sus negocios. En el que caso de los subterráneos, era el temor de que la perforación del túnel pudiera dañar sus edificios lo que provocaba su oposición.
Beach, sin embargo, no se desanimó y decidió construir su línea, o al menos parte de ella, sin el conocimiento de Tweed. Antes que nada, necesitaba alguna cobertura legal, así que solicitó un permiso para construir un sistema de reparto de correo subterráneo, similar al de Londres, debajo de Broadway, entre las calles Warren y Cedar, apenas media milla (unos 800m). La línea estaría formada por dos túneles, cada uno de 145cm de diámetro, claramente demasiado pequeños para un vagón de personas. Tweed no puso ninguna objeción y Beach consiguió su permiso. Entonces, Beach, astutamente, solicitó una enmienda para simplificar el proyecto. En vez de dos túneles independientes construiría uno más grande. Nadie se dio cuenta del cambio, y la enmienda fue aprobada.
Beach alquiló un almacén en la esquina de Broadway y la calle Warren, en frente del ayuntamiento, y comenzó a agrandar su sótano. Entonces, a escondidas, empezó a perforar un túnel de 2.40 metros de diámetro, lo suficientemente profundo para pasar por debajo de las tuberías y cloacas de Nueva York. Para excavarlo utilizó un novedoso método, que el mismo había inventado, llamado Beach Shield (Escudo Beach) que “trituraba” la tierra en segmentos de unos 40cm mediante el uso de una especie de piquetas conectadas a una bomba hidráulica. Para cambiar la dirección, simplemente necesitaba ajustar la bomba, así lo hizo y el túnel tomó dirección este por debajo de la calle Warren para acabar en la calle Murray. Todo el trabajo se hacía sin que la multitud que cada día llenaba estas calles se enterara, se aprovechaba la obscuridad de la noche para sacar la tierra en sacos.